El día de la gran nevada me pilló en un refugio de montaña. Un refugio que estaba cerca del pueblo pero lo suficientemente lejos de él para que no llegara cobertura más que por satélite. Al lado del refugio pasaba un río que iba al valle y Fran, el propietario, decía que sus aguas se llevaban la prisa y la mala energía de las personas que allí se hospedaban.
La tarde que llegué no nevaba, ni siquiera llovía. Y aparqué mi coche al final del camino dejando atrás las señal de prohibido circular. Antes de que anocheciera caminé por el bosque río arriba hasta la cascada, para soltar desde lo alto todo lo malo, y que fuera más fuerte la inercia para que lo arrastrara lejos.
Cenamos en la cocina común con el fuego encendido, planificando la ruta del día siguiente. Dos alternativas, porque se esperaban lluvias.
A las 7:30 de la mañana me desperté sobresaltada por pura intuición, miré por la ventana y el suelo y el camino ya no eran de tierra, hojas y rocas, era una manta de terciopelo suave y claro. Encima de mi coche dos palmos de nieve, los móviles sin cobertura y la señal del satélite apagada.
Me enfundé las botas, el gorro y el abrigo y bajé a hacer crujir la nieve bajo mis pies. Los copos que caían eran tan grandes y eran tantos que teñían de blanco el aire y ningún pájaro se atrevía a salir a cantar. Y a pesar de su tamaño bajaban despreocupados, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para amontonarse en las ramas de los árboles, los peldaños y las tejas de la casa. No tenían nada más que hacer. No tenían prisa porque el río se la había llevado.
Fran nos contó que no había nevado nunca así desde el 2014 que llegó, y que en días como este no quedaba otra que abrir la mente, saber esperar y adaptarse a los cambios. Me sonreí, porque efectivamente la naturaleza nos enseña a parar y a observar. Y no sólo a ajustarnos al cambio, sino también a apreciarlo e integrarlo en la vida y también en la fotografía. Viajar debe ser como un cuaderno en blanco decía, hay que escribir una página por jornada y dejarse sorprender por lo que venga.
Hablamos mucho sobre la belleza y el romanticismo que reside en la lentitud de los procesos, de lo que se está perdiendo y de la poca tolerancia a la frustración y al sentir que existe últimamente. Nos reímos bastante también. Y no paramos de hacer vídeos y fotos para no olvidar nunca ese momento y ese lugar.
Desayunamos despacio alrededor de una mesa cuadrada y grande llena de fruta. Fran y Pepe, Ester y Marc. Y Silver, el galgo que no quería pisar la nieve. Más tarde se unieron Lluna y Coira, e intentaron robar sin éxito cualquier cosa que se pudiera comer. Tomamos café y tostadas con crema de cacahuete y mermelada casera de naranja, mientras veíamos la gran nevada y cancelábamos todos los planes que teníamos para el fin de semana.
Porque ya no teníamos prisa ni expectativas
porque no había nada más que hacer que nevar.
Este lugar mágico que recomiendo encarecidamente es el Refugio Vents del Cadí, situado en el Parc Natural Cadí-Moixeró.
La naturaleza nos enseña a parar y, aunque nos cueste a veces hacerlo, es algo muy necesario. Las fotos maravillosas, dan ganas de ir a visitar el lugar.